Desafíos de la migración en la segunda era de Trump: una revisión desde las antípodas | Grietas en la Coraza



La migración ha sido una constante en la historia humana, pero sigue tratándose como una anomalía, un problema a contener en lugar de una realidad a gestionar.

Con el regreso de Donald Trump, la política migratoria estadounidense se recrudece: en sus acciones y retórica. El migrante vuelve a ser el enemigo útil, el chivo expiatorio perfecto para justificar medidas de exclusión y control.

A diferencia de su primer mandato, donde la migración todavía se utilizaba como un arma geopolítica —favoreciendo a quienes huían de gobiernos adversarios como Venezuela, Nicaragua o Cuba— hoy la estrategia es más simple: cerrar las puertas de manera generalizada.

Lo anterior significa: el endurecimiento de las deportaciones, la eliminación de programas de regularización como el parole humanitario y la reducción de opciones de asilo, que son parte de un mismo plan: reforzar la narrativa del caos fronterizo para justificar políticas de contención más agresivas.

Pero la instrumentalización migratoria no es exclusiva de Estados Unidos. México, siempre dispuesto a denunciar la xenofobia estadounidense, evade revisar sus propias contradicciones. Mientras el discurso oficial condena las redadas masivas y la separación de familias en EE.UU., aquí se normalizan retenes, detenciones arbitrarias y la militarización de la frontera sur.

El trato a los transmigrantes centroamericanos es, en muchos casos, tan violento como el que se critica al norte del Río Bravo.

Y luego está la otra migración, la que no molesta, la que llega con dólares e idioma dominante. Me refiero a la gentrificación provocada por la ola de estadounidenses instalándose en las principales ciudades del país ha disparado el costo de vida y desplazado a miles de habitantes locales.

Mientras las nos desgarramos las vestiduras por la discriminación contra los mexicanos en EE.UU., guardamos un silencio absoluto sobre la falta de regulación de estos flujos que afectan directamente a su propia población.

El problema es hablar de derechos humanos cuando conviene, pero callar cuando resultan incómodos. Se culpa a EE.UU. de la crisis migratoria, pero se evade cualquier autocrítica sobre la corrupción, la violencia y la precariedad que obligan a millones a irse.

Se condena la brutalidad de las deportaciones, pero se olvida que México también juega un papel activo en la contención migratoria a cambio de acuerdos políticos y económicos.

La migración no es un problema a erradicar, sino una realidad inevitable que debe abordarse con inteligencia y coherencia. No bastan las condenas coyunturales ni la indignación selectiva.

Es momento de un debate honesto, sin posturas cómodas ni discursos convenientes. De lo contrario, seguiremos atrapados en la hipocresía de señalar afuera lo que nos negamos a ver en casa.

Nota al pie: esta opinión es resultado de un ejercicio de diálogo con alumnos de la Facultad de Comunicación de la Máxima Casa de Estudios de Puebla.

Editor: Fabián Sánchez

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