Olas de calor y apagones ¿Caos o aprendizaje? | Entre ruidos y señales

En 2012, India colapsó energéticamente. En 2024 fue México. En 2025, hace unos días, tocó el turno a España. La lección es brutalmente clara: si el sistema eléctrico sigue siendo centralizado, vulnerable y reactivo, el colapso no es una posibilidad remota, sino una certeza que solo espera fecha.
México lo vivió de forma dolorosa en mayo del año pasado. Una ola de calor desbordó la capacidad del sistema, dejando a millones sin luz y al país bajo alerta operativa. Este año, Europa fue escenario de lo mismo: un fallo en el suroeste español disparó un apagón que afectó a la península entera. No se trata de accidentes casuales, sino de síntomas de un modelo que ya no responde ni a las exigencias del clima ni a las dinámicas sociales.
En julio de 2012, más de 600 millones de personas en India quedaron sin electricidad durante varios días. Sin embargo, una pequeña aldea rural del Rajastán continuó su vida con normalidad. Mientras los trenes colapsaban, los ascensores se detenían y las ciudades se paralizaban, Khareda Lakshmipura seguía funcionando gracias a una microrred solar inteligente instalada por la empresa Gram Power. Paneles solares, baterías, contadores digitales y cables sobre postes de madera. Nada extraordinario, excepto por su impacto: autonomía energética local en medio del caos nacional.
Diez años después, lo que parecía una innovación marginal se revela como una necesidad urgente. El modelo de microrredes eléctricas —locales, limpias y gestionadas por la comunidad— no solo ofrece resiliencia ante el colapso, sino que también democratiza el acceso y rompe con la lógica de dependencia estructural.
México está parado sobre un tesoro energético sin explotar. Más de 200 días de sol al año, potencial eólico inigualable en regiones como el Istmo de Tehuantepec, y una red de comunidades con alta capacidad de organización social. En esta ocasión, no estamos ante un problema técnico: es político, estructural y cultural.
El país ha invertido por décadas en grandes infraestructuras, pero ha dejado fuera a miles de comunidades rurales. En vez de esperar una cobertura nacional que nunca llega, ¿por qué no apostar por una estrategia de autonomía energética desde lo local? El costo de una microrred para cien viviendas ronda los 35 mil dólares. Puede parecer alto, pero frente al costo de los apagones, los subsidios regresivos o el gasto privado en generadores diésel, es una inversión mínima.
Y, sin embargo, la transición no llegará sola. Se necesita visión. Se necesita voluntad pública. Y se necesita, sobre todo, canalizar los esfuerzos de universidades, cooperativas, técnicos, comunidades indígenas y gobiernos locales para diseñar alianzas reales que apuesten por estas soluciones.
La electricidad del siglo XX se pensó como un asunto de grandes torres, largas distancias y control centralizado. Pero el siglo XXI exige otra narrativa: la de una red descentralizada, resiliente, y con rostro humano.
Las microrredes de energía no son un lujo ni una utopía tecnológica, son una alternativa tangible, viable y urgente.
La próxima vez que haya un apagón —y lo habrá— la pregunta no debería ser ¿por qué falló el sistema?, sino ¿por qué seguimos dejando el futuro energético en manos de unos pocos?, cuando tantos podrían construirlo desde abajo. Porque no se trata solo de tener energía, sino de quién la controla, para qué se usa y quién decide cuándo se enciende la luz, y en esta ocasión, no es metáfora.