La senda dorada de los lectores de hoy | El Rincón Bibliófilo



A principios de los años noventa del siglo pasado, durante mi época de estudiante universitario, un amigo y yo compartíamos la misma afición por los libros, y cuando nos juntábamos por la razón que fuera y coincidíamos que teníamos tiempo de sobra, casi siempre surgía la invitación de alguno de los dos para ir juntos a una librería. Frecuentábamos un par de librerías que, me parece, todavía se encuentran cerca del Metro Miguel Ángel de Quevedo, en la Ciudad de México. Ahí podíamos pasar horas, cada uno por su lado, revisando los libros cuya lectura podría captar nuestra atención. Ciertamente, como estudiantes de una universidad pública, lo que rara vez nos sobraba era dinero para comprar libros (éstos, lamentablemente, ya eran caros en aquel entonces), razón por la cual, solo cuando la inversión valía la pena o cuando había promociones, comprábamos algún libro aun cuando su costo nos pesara económicamente, prefiriendo verlo, no obstante, como una inversión, por lo que, victoriosos, salíamos de la librería con el preciado tesoro en nuestro poder.

Han pasado treinta años desde entonces… Hoy no es que la gente haya dejado de ir a las librerías o que no haya lectores que las visiten, inviertan cierto tiempo para recorrer sus estanterías, revisen algún libro y si quieren (y pueden) compren el libro o libros que más les interese: es un hecho que tales cosas siguen ocurriendo en muchas partes del mundo, la diferencia con el pasado estriba en que, a la par de lo que conocimos muchos de los que hoy somos adultos (por ejemplo, los que pertenecemos a la Generación X), actualmente hay muchas otras formas de hacer las cosas debido en gran parte a los avances tecnológicos que hemos vivido en años recientes, que no solo han transformado cómo las personas compran libros, sino también cómo leen, cómo conceptualizan su relación con el texto y su relación con otros lectores, además de lo que ocurre posteriormente como resultado de lo que han leído, todo lo cual no justifica empero, que podamos plantear, en términos maniqueístas, la situación que vivíamos antes como lectores con la actual, con el pretexto de denunciar que el pasado era mejor que el presente o viceversa porque como suele ocurrir cuando miramos de frente la realidad que nos circunda, para bien o para mal, las cosas no son tan simples como parece, son _eso sí_ diferentes, cada una con sus pros y sus contras, y así como la Real Academia Española tiene que adaptarse a lo que la evolución del lenguaje le demanda en cada aquí y ahora como lo correcto por cuanto atañe a su impronta, lo importante es reconocer que mientras existan libros y lectores persistirá al menos el proceso lector, con todo y sus altibajos, sus vaivenes y sus atavismos.

Ignoro si alguna vez los libros han sido baratos, pero si ya eran caros en los años noventa del siglo pasado, ahora lo son aún más, cuestión a la que, si agregamos aspectos característicos de esta época (cotidianidad vertiginosa, incertidumbre multidimensional, consumismo exacerbado, entre otros), propicia que comprar un libro en estos tiempos se convierta en una labor investigativa, colectiva, de consulta y algunas veces (no pocas) también piratesca, en comparación a cómo tradicionalmente se hacía.

Supongamos el siguiente caso…

Digamos que un lector asiduo, llamémosle por lo pronto lector N, al curiosear las publicaciones de un grupo de lectores de cierta red social en Internet, se encuentra con algunas referencias positivas hacia el libro “Almas muertas”, de Nikolái Gógol, un autor de origen ucraniano, que llama su atención porque, en ocasiones anteriores, ha tenido buenas experiencias con la literatura rusa; así pues, con tales comentarios ensalzando al autor y su obra, además de su experiencia previa con otros autores rusos, lector N se anima a hacer sus pesquisas en torno al libro mencionado: en primer lugar, consulta las reseñas que aparecen en los portales donde se puede adquirir la obra, no conforme con esto visita algún foro en busca de más opiniones y, finalmente, consulta esa famosa plataforma de videos a fin de revisar alguna crítica al respecto; en segundo lugar, ya convencido de que la obra es de su interés, reflexiona en torno a su adquisición, es decir, se pregunta cuánto cuesta el libro o, mejor dicho, cuánto está dispuesto a pagar por él, si lo comprará para que se lo envíen físicamente o si le conviene más la versión digital, quizá, para leerlo en su dispositivo de tinta electrónica, dependiendo de lo que decida, el libro en cuestión le saldrá más caro o más barato, pero… ¿y si pudiera conseguirlo gratuitamente?; en tercer lugar, pisando ya terrenos escabrosos, digamos que lector N preferiría no gastar , por lo que indaga si el libro está alojado en algún sitio en la red, quizá en formato PDF, y… ¡Eureka!, tarda un poco en encontrarlo, pero descubre que “Almas muertas”, de Nikolái Gógol, está disponible para su descarga gratuita, por lo que solo debe decidir si lo leerá en su PC o si prefiere leerlo en su dispositivo de tinta electrónica, para lo cual, solo tendría que convertirlo a un formato más conveniente y después exportarlo dicho dispositivo… démosles empero, un giro de tuerca a nuestra historia y digamos que, una fracción de segundo antes de poner un pie en parajes tan poco decorosos, lector N decide comprar el libro en pasta blanda porque, siendo de “la vieja escuela”, prefiere leer un libro que pueda tocar con sus propias manos, y que al momento de terminarlo, pueda coleccionar junto con otros ejemplares similares en su librero.

Obviamente, el cómo cada lector ha integrado los libros que forman parte de su colección, en el formato que sea, son historias particulares, per se, y aunque puedan compartir aspectos en común, por ejemplo, los géneros literarios de su predilección, la disponibilidad de las editoriales (o de algunas ediciones en particular), el seguimiento de las obras publicadas por algún autor o el origen mismo de la adquisición de cada ejemplar, cabe resaltar que es la variedad en cuanto a las intenciones, motivaciones, valoraciones y reflexiones que impulsan al lector a constituirla lo que, justamente, contribuye a su singularización y su unicidad.

Regresemos con lector N y supongamos que ha terminado de leer “Almas muertas”, de Gógol… ¿Y luego? Antes de la existencia de las redes sociales, la Internet y las computadoras, entusiasmado por compartir su experiencia lectora, para lector N habría sido suficiente aprovechar la ocasión de reunirse con otros lectores con los que tuviera amistad, en un café o en la casa de alguno de ellos, y organizar una tertulia, para compartir con ellos sus pasajes favoritos, qué le gustó y disgustó del libro, si la forma de narrar del autor también les pareció divertida, si comparten con él la idea de que las descripciones que hace Gógol sobre las costumbres de la época son acordes con el contexto histórico de la obra, si estarían de acuerdo con que el estilo literario del autor está a la altura de otros escritores rusos como Tolstoi, Dostoievski o Turguénev, entre otros aspectos, opinión con la cual, lector N no esperaría coincidir en todo con sus interlocutores porque, justamente, es en la no coincidencia de sus ideas donde hallaría la sal y pimienta del debate que pudiera armarse, por lo que la riqueza que adquiriera como lector no sería efecto solamente de la lectura de “Almas muertas”, de Gógol, sino que lo sería también por la discusión argumentativa con sus amigos debatientes, así como del análisis y las reflexiones que surgieran en su conversación, lo que se traduciría para los participantes, al fin de cuentas, en una experiencia de aprendizaje.

Probablemente, con eso habría sido suficiente para lector N hace algunas décadas, pero ¿cómo sería ahora que hay redes sociales, Internet y computadoras? Regresemos al presente y sigamos el caso de nuestro protagonista, unas horas después de que ha terminado de leer “Almas muertas,” de Gógol…

En un artículo anterior, titulado Un universo de posibilidades infinitas, afirmamos que el proceso lector es una experiencia que hasta hace pocas décadas se vivía en privado, pero hoy, se trata de una vivencia diametralmente opuesta, de manera particular, el momento que sigue después de terminar un libro. Lo que leemos ahora resulta prioritario exteriorizarlo, la más de las veces en la red, por ejemplo, en plataformas que faciliten la generación de contenidos o en redes sociales porque… de no hacerlo, ¿quién sabría que hemos terminado de leer tal libro, o mejor aún, cierta cantidad de libros en determinado tiempo? Omitir estos datos, en nuestros tiempos, sería como usar el dispositivo móvil de la manzanita sin usar su clásico tono de marimba. Así pues, lector N, como reflejo fiel de los lectores de hoy, se sentirá impelido a compartir su vivencia del libro concluido a cuantos pueda, sin importar si son sus amigos o no, si los conoce o no, sin importar tampoco la identidad de quienes lo lean, ya que la humanidad de su posible audiencia terminará por difuminarse hasta transformarse en  una cantidad indeterminada de reflectores que enfocarán casi siempre a quienes coincidan con su aportación, por superficial o trascendental que sea, filamentos luminiscentes supeditados a la virtualidad que los enmarca, salvo las raras ocasiones que representen una excepción.

En el presente, Lector N tendría varias opciones para hacer pública su experiencia literaria: una consiste en compartir una imagen de la cubierta del libro, una foto del libro ubicado en un lugar estratégico, o mejor aún, una foto de sí mismo con el libro en manos (y entre más atlético, galán o despreocupado luzca, mejor, porque la imagen del lector que se estereotipa hoy en día también es contraria a la que antaño se tenía), acompañada de un texto que puede ser breve, para expresar a secas que el libro en cuestión le gustó, o larga, para presentar una reseña integrada por diferentes elementos (por ejemplo: un resumen, un comentario y una calificación); mientras que otra, preferida la mayoría de las veces por quienes cuentan con un buen equipo de audio y video, además de ciertos atributos personales como la elocuencia y la desinhibición, consiste en grabar un video para reseñar el libro de su elección, con el apoyo de algunos recursos tecnológicos para mejorar la experiencia audiovisual del espectador, así como el uso de las plataformas que le permitan difundir sus contenidos (y aprovechar, de paso, la oportunidad para monetizarlos).

Cualquiera que sea la opción que elija Lector N es casi de vida o muerte (lectora) que nunca olvide la regla de oro en boga: ¡Contabilizar todo lo que lea! En su momento, con decirle a un amigo que se terminó de leer un libro estaba bien, pero hoy eso simplemente no va, porque el lector de nuestros tiempos enumera todo lo que lee: qué número de libro es el que terminó de leer (si va comenzando enero y es su segundo libro, está bien, pero si es el séptimo, tanto mejor), cuántos libros al final del año leyó (si son veintitantos, ahí la lleva, pero si son más de cien, súper, porque con esa cantidad de lecturas ya podría considerarse dentro del club de los lectores premium) y un detallazo que le asignará varios puntos es contabilizar las páginas leídas, particularmente si la cantidad de éstas asciende a miles, porque su estatus se elevará a alturas estratosféricas, todo lo anterior sin olvidar incluir textos que, tradicionalmente, no serían considerados libros en el estricto sentido de la palabra, como sería el caso de las novelas gráficas, los mangas, los audiolibros, etcétera.

Lo anterior, el lector avispado intuirá, resulta un tanto paradójico si examinamos, aunque sea someramente, los datos de cuánto leemos, en promedio, los mexicanos al año…

Según los resultados del Módulo sobre Lectura (MOLEC) 2024, del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), el año pasado volvimos a reprobar, ya que en el año 2024 los mexicanos leímos un promedio de 3.2 libros, la cifra más baja en los últimos nueve años, después de la de 2018, en el que se leyeron 3.1 libros al año. No obstante que ha habido años con resultados más positivos: en el 2015, se leyeron 3.6 libros mientras que, en el 2022, se alcanzó la cifra de 3.9 libros, lo cierto es que, de acuerdo con el INEGI, el hábito de lectura ha disminuido en nuestro país 14.6% de 2015 a 2024.

Entonces, ¿cómo está la cosa? Da la impresión de que, por un lado, se lee mucho, y por otro lado, se lee muy poco… como si leer fuera cosa de unos cuantos, un asunto atingente a lectores que buscan vincularse y ser parte de una comunidad virtual, ya sea en grupos de alguna red social, en canales de video donde generan contenidos interactivos o plataformas que permiten la creación y difusión de contenidos editoriales, convirtiéndose tanto en nichos de mercado para quienes escriben diversidad de géneros literarios como en audaces escritores nóveles para una audiencia que se vislumbra como destinataria de sus obras (y que, paulatinamente, podrían volverse más experimentados)… y todo esto, por supuesto, que no tiene nada de malo porque tal vez sea la senda dorada que refleja el espíritu de nuestra época para los lectores, y que de una forma u otra, se ha abierto paso en las hendiduras, coyunturas e intersticios de una realidad compleja cuya cotidianidad, para bien o para mal, está inmersa en lo urgente o en lo que, atisbado a través del velo de la inmediatez, de cierta clase de intereses o de la simple incompetencia, se aprecia como lo único que merece la pena valorar.

Obviamente, la complejidad atribuible a la realidad de los lectores de hoy no se limita a las consideraciones anteriores porque cabe conjeturar que siempre habrá algún remanente de la vieja escuela, por lo que resultará factible encontrar por ahí lectores que en el presente sigan leyendo como lo hacían en el pasado, es decir, sin necesidad de estar actualizados en aspectos tecnológicos o mantenerse conectados virtualmente con otros lectores. Dicho lo anterior procuremos empero, evitar caer en simplificaciones atroces: no hay algo tan simple como la vieja escuela vs. la nueva escuela, siendo más prudente en cambio, que tengamos en cuenta que la realidad es variopinta y que siempre ofrecerá a nuestro intelecto muchas aristas.

Ejemplo de lo anterior, son los resultados del MOLEC 2024, en relación con los materiales que más se leen en México: el INEGI informa que la población entre los 25 y los 44 años de edad consume más publicaciones procedentes de sitios de internet, blogs y foros (incluyendo redes sociales), en contraste con el tipo de fuentes que lee la gente de mayor o menor edad. No obstante, los sitios de internet, blogs, foros y redes sociales ocuparon el segundo lugar nacional de los materiales que más se leen en el país, y todo parece indicar que esta tendencia va en aumento, en contraste con la lectura de libros y las consultas a periódicos, que han ido disminuyendo en los últimos nueve años. Entonces, ¿qué se vislumbra como porvenir para los lectores (y, por añadidura, de los libros y la acción misma de leer)? Respuesta elemental: lo más probable es que, por ahora, estemos viviendo una etapa de transición, de piezas que están moviéndose y ajustándose, siguiendo trayectorias que solo cabe calcular con meticulosidad y mesura para tratar de predecir qué dirección tomarán; así pues, mi respuesta provisional es que todavía está por verse hacia dónde nos dirigimos, siendo quizá la única certidumbre posible (aparte de saber, claro está, que no hay nada seguro que sea seguro realmente) que los lectores seguirán evolucionando.

Pero ¿cuáles podrían ser las recomendaciones finales que podríamos hacerle a lector N, el protagonista de la parte anecdótica de este artículo?

En primer lugar, si le gusta leer, si aprende a través de los libros o si la lectura enriquece su vida de algún modo, ¡Lo exhortamos a que lo siga haciendo!, porque, además de la satisfacción personal (que por sí misma puede ser magnánima), la lectura como proceso siempre es como el movimiento que traza un boomerang lanzado al aire: lo que se lee va del libro hacia nosotros y una vez que incorporamos lo leído, convirtiéndolo en conocimiento, éste regresa del lector a su entorno, vinculándose con otros lectores o personas con la que haya la posibilidad de compartirlo, lo que sin duda también constituye una experiencia gratificante.

En segundo lugar, si lector N desea hacer pública su experiencia literaria, sería insensato que no aprovechara las opciones que ofrece la tecnología actual y las modalidades que están en boga, como las referidos en párrafos anteriores, particularmente, si tenemos presente la rapidez, el estrés, los costos de vida, la inseguridad, entre otros factores, que caracterizan los tiempos modernos… la recomendación entonces, estribaría en lo siguiente: sé honesto, recuerda que lector es el que lee con alguna frecuencia y que disfruta leyendo, no la persona atlética, galán o despreocupada que posa sosteniendo un libro (lo que no sígnica, aclaro, que no pueda haber lectores con esos atributos: el amigo que tuve en la universidad, del cual hablo al inicio de este artículo, era, de hecho, un tipo súper atlético), sino la persona que, con esas o cualquier otro tipo de particularidades, ha vivido experiencias lectoras y desea compartirlas con los demás.

En tercer lugar, lector N, más que una recomendación, te preguntaría, ¿para qué contabilizas todo lo que lees?, ¿qué oro es el que ganas siguiendo a locas y ciegas la regla en boga?, ¿qué pretendes demostrar compartiendo a todos en la red las tantas páginas y libros que lees cada mes y cada año?, ¿se trata de una competencia?, ¿es mejor lector el que mayor número de páginas y libros lee?, ¿es más importante cuánto lees que la calidad de lo que lees?, ¿es lo mismo leer a un Sanderson que a un Asimov, a un Coelho que a un Borges, a un Cuauhtémoc Sánchez que a un Joyce?, al ejercer esta práctica, ¿no estás reflejando que hasta los lectores son susceptibles de convertirse en meros consumidores, engranes que dan vuelta sincrónicamente con otros engranes dentro de un sistema económico, para ser un ladrillo más en la pared?, ¿no debería ser más importante que te preguntaras para qué lees tanto?, ¿qué podrías hacer con todas esas experiencias literarias?, ¿cuál es el fin último de los buenos lectores de hoy? Hasta ahí paro con mis cuestionamientos… por ahora.

Hubo un éxito musical, en los años ochenta del siglo pasado, cantado por una artista mexicana, que tenía un curioso coro al final de las líneas que integraban sus estrofas, un “tururú tururú” que, probablemente, muchos de los que pertenecemos a la Generación X recordaremos con nostalgia como una canción que aludía a las chicas de entonces. Curiosamente, extrayendo algunas líneas de las estrofas y estribillos de esta canción, obtengo algunas reflexiones para aportar una conclusión, en este caso, para lector N (quien, evidentemente, hace referencia a un lector indeterminado de hoy):

  • • “Débiles o fuertes / todas (y todos) diferentes”. – Los lectores somos diversos: algunos, efectivamente, leen muchas páginas y libros periódicamente, mientras que otros leen pocos libros cada cierto tiempo; asimismo, hay lectores que prefieren leer ciertos géneros y autores, en tanto que otros son menos quisquillosos y procuran leer de todo… y, ¿saben?, todo eso está bien, nadie tiene porqué leer al mismo ritmo que los demás o leer lo mismo que otros dicen leer, porque cada quien sabe el pequeño o gran esfuerzo que debe hacer para disfrutar de la lectura, porque de eso se trata al final del día, la lectura se disfruta (no se sufre o se padece); en tal caso, lo que sería interesante es ir desarrollando un gusto más refinado y un nivel que a cierto plazo nos permita acceder a géneros, autores y obras que, por ahora quizá, los miramos con demasiado respeto y hasta miedo como para intentar abordarlos y obtener de ellos un aprendizaje significativo.
  • • “Tan independientes / nadie nos comprende”. – Un lector siempre luce sospechoso. Ensimismado en su lectura, parece que algo trama, pero usualmente se trata de una percepción errónea de quien no comparte esa misma afición, y que por lo mismo, desconoce (y a veces no tiene interés en conocer) la virtud de la lectura, es decir, que leer nutre nuestro intelecto, nos permite aprender y comprender un sinnúmero de cosas y la verdad que construimos en nuestro diálogo interno con los autores, con suerte, nos hará libres, libres para imaginar, crear y seguir creciendo como personas, pero esto complica a veces la relación con quienes prefieren nutrir su espíritu con liviandades propias de lo evidente y lo inmediato, por lo que lograr la comprensión mutua entre lectores y no lectores demanda del primero ultra didactismo en tanto que del segundo, paciencia y mucha apertura, pero, afortunadamente, muchos lectores saben manejar con maestría que otras personas no hablen su mismo idioma o no compartan la misma pasión que ellos experimentan, por ejemplo, cada vez que comienzan a leer un libro nuevo.
  • • “Aceptando valientemente / que nadamos contra corriente”. – Que los lectores somos minoría en algunas latitudes es cosa sabida casi desde siempre. En El nombre de la rosa, Umberto Eco describe como en el medievo el conocimiento se custodiaba dentro de abadías rodeadas por altos muros. Ahora como entonces esos muros siguen existiendo, pero ya no son fortificaciones sólidas como en aquellos tiempos, aunque no por esta razón han perdido su poder restrictivo. Para muestra un botón: súbase, estimado lector(a), al transporte público, y si en su ciudad hay la suficiente seguridad como para que los usuarios usen algún dispositivo electrónico mientras se desplazan de un lugar a otro, notará que muchos estarán ensimismados en su teléfono inteligente, viendo videos cada cinco segundos, como consecuencia de una aberración moderna que afecta principalmente a nuestros jóvenes, que los incapacita para retener su atención por más tiempo… así, las cosas han ido cambiando, pero los muros que franquean el conocimiento también lo han hecho, lo que no es razón desde luego, para no seguir intentándolo. El panorama se complica si son los mismos lectores los que nadan en direcciones opuestas, es decir, que entre ellos haya muros tales que sean incapaces de comprenderse mutuamente. Por eso, mientras que en redes sociales unos presumen de leer tantos libros cada cierto tiempo y otros se lanzan con toda ferocidad para alegar que no existe tal cosa como la literatura basura, desatendemos la increíble ventaja que vivimos en estos tiempos y que los monjes de la abadía enclavada al norte de la península itálica de Eco no tenían: la posibilidad de comunicarnos síncrona y asincrónicamente a través de Internet para entablar diálogos, lo que ya de por si representa una ventaja poderosa, pero que tal vez no hemos aprovechado a cabalidad, es decir, ¿por qué no retornar a esas tertulias que Stefan Zweig describía con tanto virtuosismo en El mundo de ayer? Y, ¿cómo para qué?, preguntaría lector N. Definitivamente que no sería solo para reseñar libros, defender a un autor, a un género (o cierta clase de publicaciones) o revolotear los mismos títulos cada vez que alguien preguntara que está leyendo la comunidad ese día, sino para analizar y discutir en torno a esas obras, autores y géneros, pero no para quedarse ahí, sino para establecer objetivos colectivos que encumbren nuevas directrices para la comunidad y posibiliten la creación de algo nuevo. Se aprecia complejo, ¿no?, pero esa es la realidad de nuestros tiempos.

• “Es nuestro momento”. – Así es lectores, este es nuestro momento, ¿qué estamos esperando?

Referencia

¿Cuántos libros leen los mexicanos? (23 abril, 2024). La lista. https://la-lista.com/cultura/molec-2024-cuantos-libros-leen-los-mexicanos

Editor: Fabián Sánchez

Copyright © 2024 MGM Noticias.  Todos los derechos reservados.