El abrazo que reconciliará al cine mexicano: Iñárritu y Arriaga se reencuentran en Bellas Artes

Anoche, el Palacio de Bellas Artes fue testigo de un momento que quedará inscrito en la memoria del cine mexicano. Bajo los reflectores y los aplausos de una sala llena, Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga —director y guionista de Amores Perros— sellaron con un abrazo el fin de años de distanciamiento. En el 25 aniversario de la película que cambió para siempre la narrativa del cine nacional, ambos creadores se reencontraron, reconciliados, frente a un público que los ovacionó de pie.
La función conmemorativa, organizada por la Secretaría de Cultura, IMCINE y el INBAL, no solo celebró un cuarto de siglo de Amores Perros, sino la recuperación de una amistad que alguna vez pareció perdida. El gesto entre Iñárritu y Arriaga fue mucho más que un saludo: fue un símbolo de madurez, de perdón y de entendimiento, en un tiempo en el que las diferencias suelen pesar más que los lazos que unen.
Entre los aplausos, los cineastas leyeron un mensaje conjunto en el que anunciaron su reconciliación. “Los veinticinco años de Amores Perros se convirtieron en la coyuntura ideal para volver a dialogar y rescatar puntos de encuentro”, escribieron. Con voz serena, hablaron de la importancia de superar viejas heridas, inspirados —dijeron— por las voces de sus familias y de la gente que los quiere. El público respondió con una ovación prolongada, como si cada aplauso ayudara a suturar una vieja herida en la historia del cine mexicano.
Después del emotivo reencuentro, se proyectó la versión restaurada de la película, trabajada por Criterion Collection bajo la supervisión de Iñárritu y Rodrigo Prieto. En la pantalla volvió a latir la Ciudad de México de los años 2000, con su caos, su crudeza y su humanidad entrelazada por el azar. Veinticinco años después, Amores Perros conserva intacta su fuerza: su lenguaje visual, su estructura fragmentada y su retrato visceral del amor y la pérdida siguen conmoviendo como el primer día.
La noche culminó con Gustavo Santaolalla interpretando en vivo la banda sonora que definió el pulso emocional del filme. Entre notas y acordes, el público no solo celebró una película, sino una reconciliación que dignifica al arte: la de dos creadores que, después de un largo silencio, volvieron a abrazarse en el mismo escenario donde comenzó todo.