Saludar

“Hola, buenos días…” Silencio sepulcral. Se escuchan grillitos… a lo lejos, aúlla un coyote… ¿Dijiste buenos días y nadie te devolvió el saludo? Con pesar, he de decir que esta experiencia es cada vez más frecuente. Claro, es posible que como dice aquella persona más vieja de tu familia, “se están perdiendo valores”.
Tiene razón, aunque no necesariamente en el sentido conservador con el que lo dice. Casi todo lo que hacemos se encuentra ligado a procedimientos y estructuras sociales establecidas hace muchos años y, como bien señala Karl Mannheim, todo individuo se encuentra predeterminado en un doble sentido por haber crecido en una sociedad definida: “de un lado encuentra una situación establecida, y del otro halla en esa situación modos preformados de pensamiento y conducta”.
Él mismo afirma, agudamente, que quizá las personas no pensamos de manera autónoma e independiente, sino que lo hacemos a través de las mentes de nuestros contemporáneos y de nuestros ancestros; igualmente actuamos a través del actuar de los demás y de quien hemos recibido los elementos formativos sociales más primigenios: nuestras familias, la escuela, el barrio, entre otros.
A su vez, construimos nuestra realidad, como afirman Peter Berger y Thomas Luckmann, “como un mundo intersubjetivo, un mundo que comparto con otros”. Para ellos, yo no puedo “existir en la vida cotidiana sin interactuar y comunicarme continuamente con otros”. Todo ello viene relacionado con la racionalidad que, parafraseando a Jürgen Habermas, es la forma en que los sujetos capaces de lenguaje y de acción hacen uso del conocimiento que es producido por su propio grupo social.
Todo esto quiere decir que hablamos, actuamos y nos comportamos siguiendo patrones sociales de conducta, racionalizados o no, que hemos aprendido en sociedad. No importa si los seguimos con convicción o dejamos de hacerlo en rebeldía y con la idea de cambiarlos, el hecho es que nos encontramos definidos por ellos. Por tanto, saludar, bien podría caer en una especie de fórmula que decimos al llegar a un sitio, simplemente como una formalidad. Sin embargo, pienso que este hecho, tan al parecer insignificante, sobre todo en el mundo actual, conlleva un sentido especialmente importante: el reconocimiento del otro.
Pensemos una situación hipotética: entro a una habitación en donde se encuentra una persona X, que quizá no conozca y que se encuentra realizando alguna actividad. La veo, la siento, la percibo, la escucho. ¿Existe o es un producto de mi imaginación? ¿Es acaso un espejismo curioso? Casi de inmediato puedo saber la respuesta a esta importante interrogante. Constato que existe y hago un gesto que permite a esa persona saber que lo noté y que sé que está ahí: saludar. No importa la fórmula que elija, ya sea un “hola”, “buenos días”, “¿qué tal?” o todo junto, lo auténticamente fundamental -lo repito, fundamental-, es que sepa que para mí existe y que la juzgo relevante.
Si paso y me sigo de largo, es como si esa persona fuera un objeto, un mueble o un florero, sin vida, sin esencia, sin importancia. ¿Es eso lo que representa para nosotros? Entonces, quizá ahí es donde se encuentra el problema. Para mí, como para algunas personas con las que he compartido mi preocupación, estamos cada vez más absorbidos por nuestra propia individualidad.
Lo único que importa somos nosotros, luego nosotros y después nosotros. El sistema capitalista neoliberal que nos ha afectado por los últimos cuarenta años ha privilegiado la presencia del individuo por sobre la de la colectividad. Esto genera que la empatía, la solidaridad y la camaradería sean una rareza más que una constante. El hecho de que no salude a una persona porque juzgo que no existe o que carece de importancia para mí, puede llevar a que no me afecte su sufrimiento; es más, ni siquiera sabré si sufre o no.
Si es vejada, violentada; si pierde su empleo; si es despojada o desplazada; si es torturada o asesinada, dará lo mismo. Como nunca la noté, como nunca la saludé, en mi realidad, en mi racionalidad, no figura. He ahí la importancia que tiene un gesto tan pequeño, pero tan esencial.
No es un mero formalismo, sino que representa la maravillosa conciencia de que existe alguien más con quien comparto el mundo, que no estamos solos y que disfrutamos de que nosotros, para otra persona, existimos también. Por tanto, “buenos días, ¿cómo te va? Te deseo un estupendo día”. ¡Bien por tu existencia!