Vanidad y Poder: Cuando la Imagen Supera la Gestión en la Política



La política es un escenario donde conviven la ambición, el poder y, en muchos casos, la vanidad.

En la política mexicana hay muchos casos de ésta, pero en días recientes uno en especial ha cobrado relevancia; Cuauhtémoc Blanco, exfutbolista y actual diputado federal por Morena, encarna un fenómeno que trasciende su figura individual: el político cuya gestión se ve marcada más por la necesidad de reconocimiento que por una visión estratégica de gobierno, tan propio de la política del espectáculo y de política vertiginosa.

El de Blanco, futbolista, devenido en político es el caso de un personaje que se ha visto enfrentado acusaciones graves que van desde intento de violación hasta corrupción durante su gestión como gobernador de Morelos. Más allá de su culpabilidad o inocencia, su caso ilustra cómo la política contemporánea, al igual que el espectáculo, puede ser más un juego de apariencias y emociones que de razonamiento y responsabilidad.

El “Cuauh” como coloquialmente se le llamaba, llegó a la política impulsado por la imagen de “ídolo del pueblo”. Su estilo irreverente y su distancia con la clase política tradicional lo convirtieron en una figura atractiva para el electorado. Sin embargo, su paso por el gobierno de Morelos (2018-2024) estuvo marcado por el caos administrativo, acusaciones de corrupción y conflictos políticos constantes. Auditorías han señalado posibles desvíos de recursos en educación, salud e infraestructura por más de 3,000 millones de pesos. Ahora, como diputado federal, enfrenta una solicitud de desafuero tras ser acusado de intento de violación por su media hermana.

El caso de Blanco no es aislado.

Su historia es parte de un fenómeno mayor: la creciente irracionalidad en la política. Como lo señala Daniel Kahneman en su teoría del pensamiento rápido y lento, el cerebro humano tiende a priorizar respuestas emocionales sobre razonamientos estructurados.

En política, esta tendencia es explotada a través de la manipulación mediática y la teatralización del poder. Muchos políticos han mandado de vacaciones a su hemisferio izquierdo –el encargado del análisis y la lógica–, limitándose a gobernar con base en imagen y espectáculo.

La vanidad juega aquí un papel central. Desde la antigüedad, el deseo de ser admirado ha impulsado grandes hazañas, pero también ha llevado a excesos y desvaríos. La política, como advertía Bertrand Russell, no es ajena a este fenómeno: muchos buscan la gloria no por su capacidad de transformar la realidad, sino por la necesidad de ser celebrados. Baltasar Gracián diferenciaba entre la magnanimidad, que busca la excelencia, y la vanidad, que solo busca el aplauso. En este sentido, Blanco parece encarnar más el segundo rasgo que el primero.

En una sociedad dominada por la imagen y la instantaneidad, el fenómeno de políticos-ídolos como Cuauhtémoc Blanco no es un accidente, sino un síntoma. La política se ha convertido en un campo donde el reconocimiento mediático puede ser más valioso que la gestión efectiva. Las redes sociales han acelerado este proceso, creando una cultura de “likes” y aprobación inmediata que fomenta la dependencia del político a la adulación constante.

Blanco es solo una expresión más de esta crisis de representación, en la que el ejercicio del poder parece estar más relacionado con la teatralización que con la transformación social. Su caso, independientemente del desenlace legal, es un recordatorio de cómo la política, cuando se reduce a un espectáculo, deja de servir a la sociedad y se convierte en un ejercicio de vanidad.

Por: Ricardo Martínez Martínez

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