¿Amor o lo que el cerebro nos cuenta? | Pienso, luego existo
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El amor ha sido, a lo largo de la historia, uno de los grandes temas de la humanidad. Desde los tiempos más remotos, la poesía, el arte y la filosofía han intentado desentrañar su misterio, enalteciéndolo como el motor de la vida. Sin embargo, en las últimas décadas, especialmente con la llegada de la psicología y la neurociencia, hemos comenzado a entenderlo desde una perspectiva mucho más científica, desmitificando esa imagen idealizada del amor romántico que, durante siglos, nos vendieron como el modelo perfecto de relación.
En la antigüedad, el amor era visto de manera muy diferente a como lo entendemos hoy. En la Grecia clásica, Platón nos hablaba de un tipo de amor que no necesariamente buscaba la unión carnal, sino la admiración de lo bello y lo intelectual, una especie de atracción sapiosexual. La expresión “amor platónico” también puede entenderse, aún hoy, como amor espiritual, el amor que trasciende. En “El Banquete”, Platón expuso lo que sería su doctrina de lo que es el amor.
Por otro lado, los poetas del Renacimiento y el Romanticismo, como Shakespeare y Byron, elevaron el amor romántico a un nivel divino e inalcanzable, pintando una imagen de pasiones intensas y sacrificios desmedidos.
Con el paso del tiempo, el amor romántico se convirtió en un ideal, uno que todos aspirábamos a experimentar. Las películas, las novelas y las canciones han alimentado la creencia de que el amor verdadero es algo mágico, que surge espontáneamente y perdura para siempre. Pero ¿qué sucede en realidad cuando nos enamoramos? Científicamente, el enamoramiento es un proceso complejo que involucra varias áreas del cerebro, especialmente aquellas relacionadas con el sistema de recompensas. Cuando una persona se enamora, el cerebro comienza a segregar una auténtica tormenta de neurotransmisores como la dopamina, la oxitocina y la serotonina.
La dopamina, conocida como la “hormona de la felicidad”, es la responsable de la sensación de euforia y placer que experimentamos al ver o pensar en nuestra pareja. Por su parte, la oxitocina, llamada la “hormona del amor”, fortalece los lazos emocionales y fomenta la confianza. Todo esto crea un cóctel químico que nos hace sentir como si estuviéramos en una especie de “estado de éxtasis”.
Sin embargo, este enamoramiento intenso tiene un ciclo. En promedio, la fase más apasionada de la relación dura entre 18 meses y tres años, y luego da paso a una relación más estable, pero también menos excitante. Helen Fisher, antropóloga y bióloga, mantiene la tesis de que los seres humanos han desarrollado con el tiempo tres sistemas cerebrales principales para los comportamientos de cortejo y la reproducción: el deseo sexual, la atracción romántica y el cariño o el sentimiento profundo de unión con una pareja de mucho tiempo.
Para Fisher, el amor puede surgir con cualquiera de esos tres sentimientos y los tres son necesarios: “el deseo sexual se desarrolló para que fuéramos en busca de una serie de posibles compañeros; el amor romántico se generó para que pudiéramos concentrar toda nuestra energía de apareamiento en una única persona durante una época concreta; y el cariño apareció para que fuéramos capaces de sentir una unión profunda con esta persona el tiempo suficiente como para criar hijos y formar todos un equipo”.
No obstante, es importante entender que, aunque las mariposas en el estómago y el deseo ardiente son parte del proceso, el amor real va más allá de la química cerebral. La idealización del amor romántico ha llevado a muchas personas a esperar que sus relaciones sigan un guion perfecto: los “vivieron felices para siempre” que nos prometen los cuentos de hadas. En la realidad, el amor también implica aceptar las imperfecciones del otro, enfrentar dificultades y evolucionar juntos.
Para lograr la evolución en pareja, lo ideal es evolucionar de manera individual y una de las lecciones más valiosas que hemos aprendido en tiempos recientes es la importancia del amor propio.
Las relaciones románticas, por muy intensas y hermosas que sean, no pueden suplir las carencias emocionales que uno tiene consigo mismo. El amor propio no es un concepto egoísta, sino una base sólida sobre la cual podemos construir relaciones sanas y equilibradas. Al aprender a amarnos a nosotros mismos, no solo sanamos nuestras heridas emocionales, sino que también somos capaces de ofrecer un amor más genuino y maduro a los demás.
Finalmente, el amor, lejos de ser una cuestión de perfección idealizada, es un proceso biológico y emocional que puede ser tan hermoso como realista. Y si hay algo que hemos aprendido con los años, aunque suene a chiché, es que el amor verdadero comienza con uno mismo. El gran Friedrich Nietzsche afirmó que “quien se ama a sí mismo habrá llegado a eso por este camino, pues no hay otro. El amor también debe aprenderse”.