Un universo de posibilidades infinitas
Hace tan solo unas pocas décadas leer era un asunto más bien privado, salvo cuando surgía la ocasión o las personas buscaban la oportunidad, de acudir a espacios para leer y comentar un texto de manera colectiva o de compartir, en parejas o grupos, sus opiniones sobre una obra en particular.
De tales situaciones, lastimosamente, mi experiencia personal tiene más que ver con lo primero que con lo segundo, es decir, mi vivencia lectora casi siempre fue una actividad en solitario.
Les cuento…
Recuerdo que, desde los últimos años de mi educación primaria, leer representó para mí toda una afición… está bien, de acuerdo, lo confieso: desde esa edad fui ya un bicho raro.
Me guardaba el dinero que mis padres me daban para el recreo, que no era mucho (con veinte pesitos, en los años 80 del siglo pasado, me alcanzaba para una torta, un refresco y hasta para una nutritiva bolsa de frituras), pero al cabo de varias semanas o incluso meses, dependiendo del precio que tenía el libro que captaba mi interés cada vez que visitaba una librería en compañía de mi familia, me bastaba para hacerme de una nueva adquisición.
Con cada nuevo juguete en mis manos, leía en la biblioteca del colegio a la hora del recreo y también en alguna banca bajo la sombra de un árbol cuando en la secundaria era época de exámenes y esperaba varias horas para que mi padre pasara por mí.
Obviamente, también leía en mi casa:, a veces dentro del ojo mismo del huracán familiar, pero con mayor frecuencia donde nadie me molestara, eso sí, investido siempre de esa aura de lobo solitario que hasta la fecha me acompaña.
¿Que qué pasaba con mis deberes escolares? Por supuesto que muchas veces los descuidaba por seguir leyendo lo que me interesaba.
“Está bien _me decía_ de cualquier modo no soy una lumbrera en la escuela”, y aunque fuera de panzazo, cumplía con lo que me tocaba… y seguía leyendo.
A propósito, ¿qué leía? No voy a mentir y decir que mis lecturas preferidas eran los clásicos de la literatura o ensayos cuya misión fuera la divulgación científica, porque aun cuando leí libros que probablemente podrían ubicarse en alguna de estas categorías (por ejemplo: “Cosmos” de Carl Sagan o el “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra), la verdad es que mucho de lo que leía eran novelas de autores contemporáneos de quienes sabía porque alguna de sus obras se convertía en best seller, hecho que al ser publicitado por los medios televisivos de aquellos años, me permitía identificar el libro de mi interés, e ipso facto, procuraba conseguirlo y leerlo con deleitoso ímpetu.
Así pues, por mis manos pasaron muchos autores y obras, entre ellos: Raíces, de Alex Aley; Edad Prohibida, de Torcuato Luca de Tena; Mi dulce Audrina, de V. C. Andrews; La casa de los espíritus, de Isabel Allende; Paseo en trapecio, de Gustavo Sainz; Como si fuera Dios, de Robin Cook… sin olvidar los géneros del terror y la ciencia ficción, por ejemplo: El bastón rúnico, de Michael Moorcock; Las puertas de Anubis, de Tim Powers; La fortaleza, de F. Paul Wilson; Cujo, de Stephen King; además de los que me regalaban cual bicho raro sabían que era y algunas recomendaciones que, sorprendentemente, provenían de la escuela: Ciudades desiertas, de José Agustín; Elogio de la Madrastra, de Mario Vargas Llosa; El llano en llamas, de Juan Rulfo; y un largo etcétera.Parecerá inventado, pero apelo a los hechos tal cual ocurrieron: de vez en vez, particularmente cuando anexaba cierta cantidad de ejemplares nuevos a mi colección, me gustaba tender mis libros frente al librero donde los acomodaba, aprovechando que entonces esa parte de la casa paterna estaba alfombrada, de tal suerte que pudiera ver todas sus cubiertas de un solo vistazo, formando un rectángulo a lo largo y ancho por encima del piso alfombrado y… ¿Les digo algo? ¡Lo encontraba divertido!
Saber que mi colección de libros crecía me hacía sentir complacido y también muy orgulloso.
Para un lector incipiente aquello era como estar al pie de una piscina de mundos explorados y por explorar que me permitía autoconcebirme como un viajero ante un vórtice, por el que podía entrever, un universo de posibilidades infinitas.
Por cosas así, porque me gustaba leer y porque me gustaba leer los libros que leía, no me importaba perderme mis recreos, tampoco las tortas, refrescos y frituras a mitad de la mañana, ni la bendita socialización con mis compañeros y familiares que mis pares profesionales consideran tan importante ni mucho menos lo que los libros de texto tuvieran que decir acerca de nuestros próceres, la relación entre los números o la normatividad lingüística.
Quizá estoy exagerando: no es que no me importaran las cosas que supuestamente nos deben importar a todos durante esas primeras etapas de formación, simplemente que a mí también me importaba lo que les pasara a los personajes de los libros que leía para mi deleite.
Después, claro, me cayó encima la adolescencia y con ella todos los altibajos hormonales de los que resulta difícil que algún “puberto” escape, y aunque yo no fui la excepción, debo decir que mi afición lectora y libresca no declinó totalmente; de hecho, más adelante cuando entré a la universidad me ayudó bastante porque, aunque era obvio que muchos de mis compañeros defeños (uso esta referencia porque, en los años 90 del siglo pasado, la Ciudad de México todavía se denominaba Distrito Federal) leían más que la mayoría de los estudiantes que proveníamos del sur, yo no me sentí en desventaja, muy al contrario, mi afición pronto fue reconocida también en tales latitudes al punto que, por ejemplo, la profesora del primer trimestre me dijo semanas antes de que éste terminara (palabras más, palabras menos): “Fernando, tú ya te puedes ir de vacaciones, es obvio que has cubierto todos los temas de este módulo”.
Debo admitir empero, que el reto a superar en esta etapa fue que me interesara por las lecturas que los docentes solicitaban leer para cada una de sus clases, lo digo, particularmente, porque en la universidad donde estudié la licenciatura los primeros trimestres parecían tener la finalidad de politizar a los alumnos, como preparándolos para que ellos mismos orquestaran las clases durante los trimestres que seguían a ese primer año.
Sé que todo lo plasmado aquí no es fácil que todos lo entiendan, o peor aún, que les interese, pero al menos en esta única ocasión no preciso que todos lo hagan… solo aquellos lectores que, quizá, se sientan identificados con este breve anecdotario, cuya única razón de compartirlo es destacar que mi relación con los libros, como tal vez la de muchos jóvenes lectores alrededor de los años 80 del siglo pasado, fue una experiencia personal, de lector deseoso por vivir más allá de la inmediatez y la evidencia sensorial a libros que involucran, en mayor o menos medida, un potencial para aperturar dimensiones dialogísticas con las que es posible crear y recrear ese vórtice referido antes y que implica, desde la creatividad y la criticidad humanas, un sinnúmero de posibilidades, pero ante todo, una experiencia privada, que abarcaba no solo el momento de la lectura en sí del libro en cuestión, sino también los momentos anteriores y posteriores a dicha lectura.
Hoy, las cosas son distintas. Las diferencias con el pasado matizan, a veces no de manera sutil, todo cuando he descrito de mi experiencia pasada en relación con los libros: desde cómo los lectores identifican los libros que podrían interesarles, pasando por todo lo que llegan a hacer antes de su adquisición, hasta cómo abordan su proceso lector cada vez que terminan un libro o cada vez que termina un año y comparten su experiencia en redes sociales, cuantificando cuántos han leído, cuáles les parecieron mejores o peores, e intercambiando sus opiniones a una audiencia siempre presente a través de una pantalla que, implacablemente, lo virtualiza todo y a todos, pero de esto… ¡De esto dialogaremos en el siguiente artículo!
Por Fernando Reyes Baños