“Espiritualidad” & Espiritismo = Exclusión (muchas veces y depende)



Recuerdo un día que entré a la oficina de la gerente administrativa, para presentarle mi propuesta de un docente nuevo para el posgrado, como una experiencia difícil de olvidar.

La materia a cubrir tenía que ver con nuevas tecnologías aplicadas a la educación y el perfil del maestro cumplía a cabalidad con ese cometido. Había revisado la candidatura previamente y no parecía probable que me hiciera alguna objeción.

La gerente, encumbrada en su silla como la torre vigía que creía ser (y, para el caso, era), revisó el currículum vitae y, en menos de un minuto, me lo devolvió y me dijo que no servía. Desconcertado, esperando saber la opinión experta de una administradora que en esa universidad privada no trabajaba ni como docente ni como coordinadora académica y, no obstante, tenía a todas luces la encomienda de dictaminar quiénes entraban o no a dar clases, le solicité que me dijera por qué no era un buen candidato.

Fue entonces cuando, tomando de nueva cuenta la hoja de vida del aspirante, señaló la palabra condenatoria con una de sus uñas color carmesí: “espiritismo”. Me cuestionó, como si fuera lo más natural del mundo, que cómo era posible que pensara que alguien así pudiera dar clases en una institución educativa cuyos valores religiosos procuraban un estilo de vida apegado a la verdad, la confianza, el respeto, la solidaridad y la fraternidad. Tajantemente, casi me botó en la cara las hojas y me dijo que buscara otro candidato, uno cuya espiritualidad fuera la correcta.

Supongo que debí revisar con mayor exhaustividad la candidatura en cuestión. ¿Debí prever que ese detalle representaría una objeción tan merecedora de tamaña reacción? Obviamente, el rechazo de mi propuesta docente, como se dice coloquialmente, me cayó como un balde de agua fría, en lo particular, porque sentía que se ponía en duda mi buen desempeño como coordinador de posgrado.

Una semana después seguía sin encontrar una alternativa viable que presentar en sustitución de mi propuesta original. Si hoy me encontrara en ese predicamento, estoy seguro de que lo resolvería ipso facto, con apenas unos movimientos de mis dedos sobre el teclado de mi ordenador, pero hace diez años no era tan fácil, menos aún en un contexto sociocultural donde un perfil profesional con esas especificaciones no era de los que más abundara.

Alcanzado por el plazo que tenía para presentar una nueva propuesta, tuve la osadía de volver a presentar el mismo caso, pero esta vez con el argumento de que la materia en cuestión nada tenía que ver ni con espiritualidad ni con espiritismo, sino con aspectos tecnológicos aplicados a la educación superior, tema cuya imparcialidad, objetividad y neutralidad, me parecía, eclipsaban con creces la preocupación puritana de la gerente administrativa.

Desde luego que estaba en un error: la susodicha no solo reiteró lo que me había dicho antes, sino que, intolerante, exclamó que cómo era posible que, pasada una semana desde nuestro último encuentro, no hubiera encontrado a otro docente que cubriera el perfil solicitado (léase: de espiritualidad alineada a los valores religiosos de esa institución educativa).

Al salir de su oficina, me pregunté: ¿de veras había creído que lograría cambiar su postura?, ¿no sería como ella implicó que me faltó buscar, con mayor ahínco, una “mejor” alternativa para presentársela de nueva cuenta?, ¿y si hubiera obrado esta segunda vez bajo el influjo de mi propia terquedad solo para generar, una vez más, esa misma reacción visceral? Al docente espiritista, obviamente (y hasta donde pude seguir su caso), no lo contrataron.

Lo anterior parecerá solo una anécdota, una de tantas historias que suelen impregnar, fantasmagóricamente, las paredes de toda institución educativa como testimonio de la agridulce vida de quienes han pasado por sus aulas y oficinas, ya sea como docentes, discentes, administrativos o padres de familia, pero… lo anterior no es solo una anécdota: se trata de un caso vil y descarado de discriminación laboral, aunque en su momento (hace diez años), por desconocimiento o por no estar lo suficientemente inmerso en dicha temática, no supe reconocerlo como tal, aunque eso no lo exime de lo que fue ni descarta de responsabilidad a quien, de manera estelar, lo protagonizó.

Según la Constitución Mexicana (Artículo 1º), la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación y la Ley Federal del Trabajo, se entiende por discriminación cualquier distinción, exclusión o restricción que se haga a partir del origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social o de salud, las opiniones, las preferencias sexuales, la identidad de género, el estado civil, la religión o cualquier otro motivo que anule o afecte la igualdad de oportunidades de las personas (OIT, 2024). En el caso referido, el candidato reunía todas las credenciales para impartir una clase en el nivel superior, pero su postulación fue truncada, de manera fulminante, debido a que sus creencias religiosas no coincidían con las expectativas que la universidad ofertante tenía, aparentemente, de este único aspecto, razón por la cual, no pudo concursar por ese puesto como docente con las mismas ventajas que otros candidatos, en otras palabras, fue víctima de discriminación.

Habiendo llegado a este punto habrá algún lector(a) que, seguramente, replicará: ¿a quién, en su sano juicio, podría ocurrírsele expresar en su CV que tiene una religión evidentemente contraria a la profesada por la institución educativa a la que pretende ingresar? Lo convencional sería suponer o que el candidato no lo sabía o que pensó que esa incompatibilidad no sería (ni tendría por qué ser) tan importante, o que, de plano, sospechando que ese dato podría implicar una especie de filtro para su postulación, intencionalmente lo puso en su hoja de vida, quizá no tanto como un desafío (¿o tal vez sí?), sino como una declaración de principios, como para expresar: “sus creencias, mis creencias, yo no veo ahí ningún conflicto, ¿ustedes tienen un problema con eso?”.

Sobre el caso que revisamos, con alguna certeza, habría quienes opinen “si quieres ser guinda y por dentro eres pardo, sé práctico: píntate de un color por fuera, aunque por dentro conserves la pinta que quieras, al final solo tú sabrás la diferencia” y sí, parece algo muy conveniente ¿no?, una idea que encaja perfectamente con un mundo acostumbrado a las máscaras y a la simulación, pero, en el diálogo interno que podría surgir en las horas de sosiego, un cuestionamiento, probablemente, haría acto de presencia: ¿y a dónde nos ha conducido eso? Una pregunta que, por ahora, dejaremos pendiente para otra ocasión.

Cuando el docente anotó la religión que profesaba, para esta institución educativa en particular, quizá titubeó, pensando en si sería correcto o no ser sincero con la inclusión de este aspecto en su CV, pero tal vez, y solo tal vez, también se hizo preguntas: ¿por qué sería incorrecto ser sincero?, ¿por qué debía mentir sobre sus creencias cuando solo a él debía importarle si creía en la inmortalidad del alma, en la posibilidad de que la humanidad pudiera tener un mejor mañana o en que hubiera vida inteligente más allá de nuestro planeta? ¿Por qué una parte tan importante (o no) de su vida debía conducirlo a la exclusión de parte de alguien que, a su vez, tiene sus propias creencias? Yo, además, agregaría el siguiente cuestionamiento: ¿se vale que una institución (educativa o de cualquier otra índole), con todo y que sea privada, haga distinciones, excluya o restrinja con motivo de la religión o de cualquier otro aspecto (origen étnico, discapacidades, preferencias sexuales, entre otros), anulando o afectando así, la igualdad de oportunidades laborales de las personas? A mí me parece que no.

Un viernes 13 de junio del año 2008, en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón del Centro Internacional Acapulco, el Dr. Juan Ramón de la Fuente impartió una conferencia magistral, en la que abordó un tema que considero de suma importancia: el laicismo. Cito a continuación un fragmento de dicha conferencia que, para el caso que nos ocupa, resulta relevante:

“Si no hay laicismo, no hay libertad de credo. En el momento en que un gobierno (o una institución educativa) asume una posición en favor de un credo o de otro, de una religión o de otra, está en ese momento atentando contra una libertad que los mexicanos hemos conseguido y que nos ha costado muy caro conseguir que es la libertad de credo: la libertad de creer, que incluye la no creencia, es decir, así como a nadie se le puede exigir que tenga un credo o una religión en particular, tampoco a nadie se le puede prohibir que no tenga interés. Y para encontrar ese equilibrio, la única fórmula que los seres humanos hemos sido capaces de generar es el laicismo”.

Es decir: con la asunción de un credo o religión, una universidad como la que viene a cuento (sin ser el relato precedente un cuento) atenta contra la libertad de creer o no creer de las personas, usando como filtro implacable, inapelable e inalterable que las personas tengan un creo o religión en particular (criterio que aplica, obviamente, para quienes no creen o no tienen interés por algún credo o religión específica).

Llama la atención que, entre los valores que dicha institución educativa proclama, irónicamente figure el respeto, siendo que una postura laica es, justamente, una postura que implica el respeto hacia la libertad de credo de los demás. Al respecto, cito nuevamente las palabras del Dr. De la Fuente: “(…) yo respeto lo que tú pienses y lo que tú creas, incluido que no creas en nada y permito que cada quien crea en lo que sus condiciones, su conciencia le dicte, pero a nadie le impongo que crea lo que yo creo. Esa es, digamos, el gran valor del laicismo”. Una lección que, en el caso referido, ni la docente ni la coordinadora académica que no era la persona aludida ha tenido a bien aprender.

Se me podría objetar: ¡No es posible lanzar semejante piedra a toda una institución educativa solamente porque tuve una mala experiencia con un miembro de su personal administrativo que resultó ser, eso sí, una persona intolerante de fondo y nefasta en sus formas! Pero sí, lamentablemente en este caso sí es posible, porque esa desagradable experiencia no fue un hecho aislado. Así me lo hicieron entrever, después de atar cabos sueltos, varias situaciones cuya ocurrencia no puede atribuirse a la casualidad, por ejemplo, que más tarde la directora del plantel me hiciera la misma reclamación que me hiciera la gerente administrativa sobre mi propuesta docente (obviamente, ambas habían formado un frente común ante mi caso), que en las reuniones de academia la máxima autoridad del plantel no desaprovechara la oportunidad para expresar su desprecio por personas con distintas preferencias sexuales (es decir, la religión no era lo único que discriminaban), que en la entrada del auditorio hubiera una efigie (del tamaño de una persona) de la Virgen de Guadalupe, entre otras situaciones.

De experiencias como ésta, que reflejan actitudes discriminatorias de parte del personal de una organización hacia otras personas por distintos motivos, además de que son muy frecuentes, deduje también que son manifestaciones que permiten entrever, en mayor o menor medida, que toda la organización discrimina (aplicación de una máxima derivada del paradigma pedagógico ignaciano, pero en sentido negativo y que, irónicamente, proviene de los jesuitas), por lo que no se trata de personas discriminando desde sus trincheras laborales, sino de instituciones discriminando cuando, para variar, deberían estar trabajando para servir a personas, recordando en todo momento que: “Todos los seres humanos, sin distinción de raza, credo o sexo tienen derecho a perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y de dignidad, de seguridad económica y en igualdad de oportunidades” (OIT, 2014).

Habrá que tener presente, pues, que el derecho a la igualdad de oportunidades laborales implica el derecho a la no-discriminación, y que éste se encuentra protegido por distintos instrumentos nacionales e internacionales como, por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948).

Referencias

  • De la Fuente Ramírez, J.R. (2008, 13 de junio). Conferencia Magistral del Dr. Juan Ramón de la Fuente [Presentación de contenido]. Responsabilidad social y democracia, Acapulco, Guerrero., México.
  • OIT (2014). Igualdad de género y no discriminación en la gestión del empleo. Guía para la acción San José.
  • Vélez Juárez, R., Cortés Cid, M. M. y Rodríguez Alarcón, J. M. (2023). Guía de capacitación para incorporar la perspectiva de género en el Servicio Nacional de Empleo de México. Organización Internacional del Trabajo.
  • https://www.ilo.org/es/publications/guia-de-capacitacion-para-incorporar-la-perspectiva-de-genero-en-el

Editor: Fabián Sánchez

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