A propósito del Día mundial de la prevención del suicidio I Sueños extraviados



El 10 de septiembre fue establecido por la OMS desde 2003 como el Día mundial de la prevención del suicidio. Como ya es costumbre en todos los días mundiales, estaremos pendientes del boletín del Inegi con las cifras nacionales actualizadas respecto al problema, que será desglosado por entidad federativa, sexo y grupo de edad. Seguramente también habrá foros, eventos y conferencias en diversas instituciones públicas y privadas.

Para situarnos en este contexto, podemos recordar que, en 2022, según cifras del Inegi, Puebla se contó entre los estados con más baja tasa de suicidios a nivel nacional (una tasa entre el 2.0 y el 4.7) y que, en ese mismo año, también a nivel nacional, la tasa de suicidio entre niñas y niños de 10 a 14 años fue del 2.1; mientras que, entre adolescentes de 15 a 19 años, fue del 7.7. La tasa más alta, de 11.6, se presentó entre personas de 25 a 29 años[1].

La semana pasada, escuchando un noticiario matutino, me enteré de que en una misma noche se habían registrado los suicidios de dos hombres adultos en la vía pública. Uno, dijeron, se ahorcó en un paradero del bulevar Esteban de Antuñano y el otro saltó desde un puente peatonal en Xonacatepec en presencia de su hija. Luego transmitieron unas palabras del presidente municipal diciendo que la prevención del suicidio es una prioridad para el gobierno e instando a las familias poblanas a ofrecerse apoyo mutuo. Pensé en la niña que fue testigo del salto de su padre aquella madrugada. Pensé en los oscuros caminos del suicidio y en que el apoyo familiar, aunque un factor de protección, las más de las veces no resulta suficiente ni para disuadir al suicida, ni para contener a las víctimas indirectas. También, quise traer a mi conciencia los elementos de la política pública para la prevención del suicidio. No lo conseguí. Como ante muchos problemas relevantes, lo que hay son acciones dispersas e inconsistentes cuya efectividad no se evalúa, en otras palabras, no existe una política pública orientada a este problema.

El suicidio de niñas, niños y adolescentes, que implica un grave desgaste del tejido comunitario y la falta de generadores de significado y sentido, demanda una gran reflexión para el despliegue de acciones preventivas y protectoras.

Llama la atención, por ejemplo, que cuando el Inegi reporta las cifras de suicidio registradas a nivel nacional durante 2022, las relaciona con estadísticas sobre depresión, satisfacción con la vida y disposición de redes de apoyo. Sin embargo, todos estos factores se investigaron entre la población de 18 años y más, dejando un vacío en relación con niñas, niños y adolescentes. Por supuesto, la investigación con población infantil y adolescente tiene retos metodológicos particulares, pero la falta de profundización en este y otro rubros, implica un desconocimiento que hace difícil plantear acciones integrales. No obstante, existen estudios y datos que, seriamente considerados por las instancias gubernamentales podrían conducirnos a una verdadera política pública de salud mental y prevención del suicidio. Por ejemplo, el Instituto Nacional de Salud Pública (INSP) tiene publicaciones específicas sobre suicidio en población adolescente.

En una de estas publicaciones se señala que a nivel mundial el suicidio es la segunda causa de muerte entre adolescentes y que, en México, en 2018, según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT), más de 895 mil adolescentes reportaron haberse autolesionado con intención de quitarse la vida, es decir, 3.9 por ciento de la población adolescente en México[1]. Asimismo, se plantean algunos retos importantes para la prevención del suicidio, por ejemplo: los estigmas en torno a las enfermedades mentales, la ausencia de protocolos de atención y la falta de personal capacitado tanto para la detección, como para la atención de los procesos ligados a la conducta suicida.

Dada su alta prevalencia y sus profundos y duraderos efectos en la familia y la comunidad, el suicidio debería considerarse un problema de salud pública, con el despliegue de recursos que esta conceptualización demanda. Así lo han señalado instancias como la Organización Mundial de la Salud y la Organización Panamericana de la Salud. Así lo sabemos quienes hemos tenido algún acercamiento con el fenómeno. En el texto Simplemente quería desaparecer. Aproximaciones a la conducta suicida de adolescentes en México, también editado por el INSP, se caracterizan algunos programas estales de prevención y atención del suicidio. El título del capítulo dedicado a este análisis es revelador “Respuestas del sector salud ante el suicidio: Entre el desbordamiento y la precariedad”[1]. Puebla ni siquiera aparece entre los estados analizados. La razón la encuentro obvia: ¿acaso alguna vez hemos ido más allá de algún programa aislado en el DIF o en la SEP?, ¿de algunos spots de radio o televisión?

En la era de la información, la virtualidad y la sobreexposición al internet, se vuelve difícil articular narraciones, asir referentes y construir vínculos que integren a niñas, niños y adolescentes a una comunidad que les proporcione seguridad y reconocimiento. La cuestión se complica si además añadimos a la ecuación violencias diversas, pobreza y deprivación sociocultural. Esperamos que en la agenda del gobierno que está por comenzar, estos problemas se encuentren integrados y podamos, por fin, experimentar una política pública e integral de prevención del suicidio.

Por Elsa Herrera Bautista

[1] 190731_Conducta_suicida.pdf (insp.mx)


[1] CISS_Conducta Suicida.pdf (insp.mx)


[1] EAP_Suicidio23.pdf (inegi.org.mx)

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