La importancia de cerrar ciclos | El Rincón Bibliófilo



Por: Fernando Reyes Baños

Con 27 años como docente en diferentes escuelas y universidades, y 15 en la administración escolar, creo tener material de sobra para escribir un libro sobre mis experiencias en el ámbito educativo. Algún día escribiré ese libro y cuando lo haga, lo escribiré sin tapujos, es decir, con nombres y apellidos de todo cuanto viví durante esos años: lo bueno, lo malo y lo feo… pero mientras llega ese día, les compartiré aquí una anécdota, de manera políticamente correcta (al menos en un 99%), esperando que su moraleja, si es posible llamarle así, sea de su interés.

Después de vivir algunos años en el DF (ahora CDMX), me establecí en Acapulco, Gro. (mi tierra natal), trabajando como profesor para una escuelita que, modestia aparte, cacareaba resolver todos los problemas de educación de sus estudiantes.

Corría el año de 1997, y fue entonces cuando supe que dos universidades locales, una pública y una privada, ofrecían, cada una por su cuenta, un posgrado que me interesaba estudiar. El problema era que no estaba seguro de cuál elegir. Lo consulté con una doctora en Psicología que creía podría brindarme cierta orientación y, palabras más, palabras menos, me dijo: “Si buscas una palanca, ésta; si buscas seriedad académica, ésta”, dicho lo cual, después de algunas deliberaciones conmigo, me incliné por la segunda opción, particularmente, porque, gracias a un convenio institucional, los docentes, el plan de estudios y el título provendrían de una universidad de Puebla.

Así pues, ingresé al posgrado de la universidad privada y durante dos años y medio, un fin de semana cada mes, subí y bajé de un cerro, justo donde comenzaba una zona palaciega del puerto, para tomar mis clases como maestrando.

Al llegar la última clase todo parecía ir bien, es decir, terminé, satisfactoriamente, el plan de estudios y solo faltaba hacer la bendita tesis, pero… ¡Oh, trágico giro del destino! Cuando estaba a punto de comenzarla, un grave e inesperado percance de salud me sacó del vaivén laboral y académico, por lo que me vi forzado a dejar inconcluso mi proceso de titulación.

Pasó el tiempo. Me recuperé, y poco a poco, logré acomodarme otra vez en el trajín de las clases y ahora también de la administración escolar, pero el ciclo académico que había dejado inconcluso desde 1999 seguía pendiente: no solo porque la tesis existiera únicamente en mi imaginación, sino también porque debía las últimas mensualidades del posgrado y lo correspondiente al trámite de titulación. Lo vi complicado: por lo que me faltaba, por lo que debía, pero también por lo que creía me dirían, esto es: que no había nada que pudiera hacer para recuperar el tiempo perdido.

No sentía ánimos siquiera de acercarme a la universidad donde se habían impartido las clases a pesar de que sabía, por encuentros fortuitos con algunos excompañeros del posgrado, que éste seguía impartiéndose, aunque ya no con las virtudes que otrora lo habían vuelto una opción atractiva para mí (el convenio institucional con la universidad poblana).

Saber que la persona que lo coordinaba era otra de las excompañeras, por sentido común, debió facilitar que me subiera a lo alto de aquel cerro a preguntar, pero no… mi pesimismo parecía haber ganado terreno; lo que no sabía en ese momento empero, es que, muy pronto, un acontecimiento inesperado parecería confirmar lo que temía, lo que por supuesto, me hizo sentir peor todavía.

Fue una casualidad que, alrededor del año 2004, atareado en las labores que habitualmente hacía para la universidad particular en la que trabajaba, me topara, ni más ni menos, que con la excompañera que coordinaba el posgrado en cuestión, y digo que fue una casualidad porque había acudido a la universidad no para saber qué había sido de un egresado no titulado aún (de acuerdo, estoy exagerando: el egresado es el primero que debe hacerse responsable de su proceso de titulación), sino para tratar un asunto personal con una de las directoras que trabaja en esa institución.

La saludé y desde luego que no desaproveché la ocasión para exponerle mi caso, con la intención de saber si tenía alguna opción para cerrar el ciclo que había dejado abierto. Ella me escuchó, de principio a fin, y luego, con una expresión que combinaba decepción, desinterés y desaprobación, se limitó a decir: “¡Ni hablar!”, con un tono cargado de tal apatía que fácilmente podría interpretarse como “¡Lo tuyo es un caso perdido!”, y siguió su camino, para atender su asunto con la directora.

Obviamente, me quedé como petrificado. Entendía que ya no pudiera hacerse nada con un caso como el mío, pero esperaba que me lo hubiera explicado con mayor empatía, no sé, diciéndome algo como “mira, dame oportunidad para investigar más a fondo tu caso y darte alguna opción” o “excompañero, ando apurada en este momento, pero te espero en lo alto del cerro tal día a tal hora y, con gusto, revisamos tu caso”, pero no, al menos ese día, la sutileza, como se dice coloquialmente, brilló por su ausencia.

Debo aclarar, para evitar malentendidos, que ni entonces ni ahora guardo rencor a la excompañera, ni siquiera en su papel de coordinadora, porque, como le escuché decir a un erudito que conocí años después de ese encuentro, cada quien obra, en cada momento, lo mejor que puede con los recursos internos y externos que tiene a su alcance. Quizá no siempre es buena idea esperar a que la montaña venga hasta nosotros si antes uno no intentó, siquiera una vez, ir a la montaña primero.

El lugar y el tiempo puede convertir a veces lo que parecen oportunidades en momentos incómodos.

Así pues, todo parecía indicar que era hora de dar el carpetazo a ese asunto del ciclo inconcluso, resignarme a perder la inversión de tiempo, dinero y esfuerzo que había hecho, y buscar nuevas oportunidades para enriquecer mi formación académica, pero, siendo honesto, tengo que reconocer que ese asunto permaneció latente en mi fuero interno, como si en uno de los extremos pendientes de unirse con el otro de ese círculo incompleto hubiera una luz intermitente, que producía un ruido estridente cada vez que brillaba, para luego cesar luz y ruido a la vez, sólo para activarse de nueva cuenta segundos después, luego apagarse una vez más, y así sucesivamente; pero los años pasaron: seguí progresando laboralmente y hasta tuve oportunidad de estudiar otra maestría, de la que me titulé esta vez casi inmediatamente.

Llegó un momento en que la luz intermitente del círculo inconcluso casi se había difuminado por completo, apareciéndose furtivamente en sueños que olvidaba al día siguiente… hasta que llegó el año 2012.

En el libro “Entre una cosa y otra”, que publiqué en el año 2018, hago una relatoría de lo que ocurrió entonces, pero dado que su inclusión aquí resulta vital para entender el sentido de la presente historia, lo describiré a continuación.

Con anterioridad, mencioné que trabajaba para una universidad particular, por lo que una de mis funciones consistía en apoyar las actividades de promoción de la carrera que, en ese momento, tenía el privilegio de dirigir.

De visita en una preparatoria de prestigio (léase: para hijos de gente rica), viví otro encuentro casual, uno que, a diferencia del anterior, resultó esperanzador y activó, de manera explosiva (diría yo), mi intención de cerrar el ciclo interrumpido: entre los stands de las diferentes universidades que exponían su oferta académica, se hallaba uno que pertenecía a la universidad de Puebla que, en un principio, tenía el convenio institucional con la universidad local donde se habían impartido las clases de maestría (y escribí “se habían impartido” porque, efectivamente, para ese entonces el susodicho posgrado ya no era ofertado por dicha universidad).

Movido por la curiosidad, me acerqué a las personas que atendían el stand, les expuse mi caso, y de la manera más amable que cabe imaginar, me brindaron los datos de contacto de la persona, en Puebla, con la que podría informarme sobre mi situación.

Lo demás, como dicen, es historia: resulta que sí podía titularme, obviamente, tenía que presentar mi tesis, pagar lo que debía, así como lo correspondiente al trámite de titulación, pero eso sí, tenía que apurarme, porque el posgrado en cuestión estaba próximo a descontinuarse.

Me puse, como dicen, como loquito: conseguí dinero como pude, pagué todo lo que tenía que pagar y comencé mi tesis… que después resultó que no era necesario que la hiciera porque, según me explicaron, mi promedio me brindaba la oportunidad de graduarme tal cual. Todo ocurrió vertiginosamente.

Al final de ese año ya tenía fecha para presentarme en Puebla, para firmar mis actas y participar en una ceremonia que se realizaría inmediatamente después de la firma de actas. Ese viaje lo hice en el año 2013 y lo describo, en forma de cuento, en el libro “Entre una cosa y otra”.

Un año después, una señorita se comunicó conmigo por teléfono, desde Puebla, para informarme que mi título y cédula ya estaban listos y que sólo restaba acordar su envío hasta Acapulco a través de un servicio de mensajería.

Días después, luego de rastrear el paquete por Internet, salí en la tarde/noche de la universidad en la que trabajaba, para recoger mis documentos en la mensajería. Al regresar a la universidad, me sentía emocionado: ¡15 años después el ciclo al fin se había cerrado y esa luz intermitente se había apagado para ya no parpadear jamás!

Otro encuentro casual: subía las escaleras a mi oficina en el segundo piso, con el título empaquetado en manos, cuando me topé con el segundo al mando en esa institución, le compartí la noticia que tenía mi corazón a todo motor, pero él apenas me hizo caso, probablemente, porque, distraído como iba con su dama de compañía, le pasó desapercibido ese grandioso momento que entonces vivía. ¡No me importó! Ese momento era mío y con mi júbilo bastaba para sentirme complacido.

¿Qué me queda por decir? Algunas ideas al aire:

•             No te pongas límites más allá de los que la realidad misma te ponga. Muchas veces, la razón por la que NO transformamos en acto lo que traemos en potencia proviene de lo que nosotros mismos urdimos en nuestra imaginación.

•             Tu actitud es la mica a través de la cual verás las cosas: si ves la realidad de manera pesimista, así será tu realidad; si te ves con pesimismo tú mismo, así serás tú. Prueba revertirlo, a ver qué pasa.

•             La curiosidad mató al gato, según dicen, pero no ser curioso te puede limitar y hundir en tu conformismo, en tu área de confort, ¿cuán confortable será ésta?, eso, quizá, dependa de hasta donde haya llegado cada quien hasta ahora.

•             ¡Cuidado con las 3 D’s (decepción, desinterés y desaprobación)! Lo más probable es que no te sean útiles hoy ni nunca, vengan de quien vengan.

•             ¿Existen las casualidades o hay momentos coyunturales en nuestra vida que implican importantes lecciones que aprender? Cada quien sabrá la respuesta.

•             Y acuérdate: cada cosa en su momento y cada momento para una cosa.

•             Cerrar ciclos es imprescindible. Nunca es sano dejar procesos inconclusos, y eso vale tanto para las personas como para las organizaciones y comunidades. La recomendación más importante en esta ocasión es entonces evitar, a toda costa, esas luces intermitentes que alertan sobre ciclos que has dejado incompletos.

Posdata: la maestría traída del tingo al tango aquí se llama “Docencia Universitaria”.

¡Hasta la próxima!

Editor: Fabián Sánchez

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